La catamarqueña Silvina Avellaneda tenía 29 años y quería ser madre. Se había inscripto en una convocatoria pública para adoptar y la llamaron de un juzgado nueve meses después con una propuesta que la movilizó. El bebé estaba “solito”, internado en un hospital de Córdoba. Sacó un pasaje con el miedo de no llegar a tiempo porque le dijeron que estaba grave. La historia de un amor sin límites
La catamarqueña Silvina Avellaneda se había anotado en el registro de postulantes a guarda adoptiva acompañada por su madre. Tenía 29 años y quería ser mamá. Se había inscripto por un bebé con hidrocefalia que estaba internado en un hospital de Catamarca, cuya madre biológica había fallecido. “Pero quedó otra mamá”, contó. Nueve meses después, el 11 de julio de 2007, mientras le estaban haciendo un baño de crema en una peluquería, a la salida de la facultad, recibió un llamado de un juzgado. La invadieron los nervios, mientras lograba huir del ruido ensordecedor de los secadores de pelo. Le dijeron: ”Hay un bebé en grave estado en la ciudad de Córdoba, está internado. Y puede ser que se esté muriendo. ¿Vos querés? ¿te animás?
En el juzgado sabían que ella estaba dispuesta a recibir entre sus brazos a un bebé como fuera, sin poner un pero. “Cuando yo quedé inscripta, es ahí donde dije que no tenía ningún problema en que tuviera alguna discapacidad o alguna condición de salud especial. Para cualquier hijo, que venga como venga”, recuerda la mujer que hoy tiene 47 años y se dedica hacer auditorías de gestión ambiental.
Silvina estaba determinada a ser mamá. Al principio planeaba una inseminación, pero luego de una charla con amigas de su madre durante un asado, le hablaron del derecho a la identidad y le preguntaron si no le parecía egoísta. “Sino adopto”, barajó como una opción más, porque para ella era exactamente lo mismo. “Y me anoté abierta. Ciega”, dijo quien ama desde siempre a los chicos con discapacidad, porque son cariñosos, necesitan mucha atención y a ella estaba dispuesta a darlo todo.
La voz del otro lado del teléfono continuaba con la propuesta. “Si querés, vení mañana para terminar con el circuito de inscripción”. A Silvina no la habían evaluado todavía como postulante. El 12 de julio se presentó en el juzgado. La entrevistaron una psiquiatra, una psicóloga y una trabajadora social. La aprobaron y le entregaron unos papeles que la reconocían como familia sustituta por treinta días con los que tenía que presentarse en el Hospital Español de Córdoba. Le habían dicho que el bebé tenía una desnutrición severa de grado tres. El micro salía a la noche y llegaba por la mañana a esa provincia.
Esperó hasta el mediodía que le abrieran la puerta de la terapia intensiva, pensando que tal vez ya era tarde. Sabía que el bebé estaba grave. Lo único en que pensaba, era llegar, para que al menos, tuviera una mamá en el último segundo, estuviese contenido, amado, mimado. “Quería entregar eso y que sea lo que Dios quiera. Si sobrevivía este hermoso, mejor para mí. Y si no, que se fuera amado por su mamá”, cuenta Silvina.
“A las 12 me dejaron entrar. Lo habían puesto divino para que yo lo viera. Me mostraron cuál era. Lo vi. Lo levanté. Era muy chiquito. Cuando vi era tan lindo, tan hermoso y era tanta la emoción… Tenía muchas preguntas de haber ido tan de golpe. Y ahí arrancó nuestra familia”, recuerda.
El bebé, que tenía nueve meses parecía un recién nacido porque pesaba apenas 2 kilos 700 gramos. En sus brazos, la miró y se prendió de la bata que le habían dado. “Estaba con una mano en la boca y con la otra me agarraba. Y yo estaba emocionada. Asustada. Todo junto”, revela.
Estuvo un mes en terapia intensiva. Él y ella. Ella y él. Ya no estaba más “solito”, que era lo que le dolía. Cuenta que durante ese mes, el bebé empezó a crecer y también a reírse. “Había ido mi hermana Anita, que entraba y le jugaba haciendo un chillido y él empezó a reírse, fuerte también. Hermoso. Parecía que era sordo, pero después fue pasando el tiempo y fue conectando solito”, explica la mujer que hasta ese entonces trabajaba en una veterinaria mientras estudiaba Biología.
El 13 de agosto pudo regresar a su provincia con su bebé, que coincidentemente es catamarqueño. La esperanza de vida de Francisco – le puso el nombre de su abuelo- era de un año. Contactó con el juzgado porque se vencían los 30 días como familia sustituta y naturalmente le urgía resolver el tema legal.
Ya en su casa, y en un período de adaptación, conectó con sus médicos de cuando el bebé estaba en Catamarca, y una médica, Claudia Paladino “otro de los soles que van apareciendo en el camino”, quien me dijo: “llevalo al Garrahan”, contó. Y así lo hizo y por esa razón terminaron viviendo en la Ciudad de Buenos Aires.
Su familia y amigos los acompañaron desde el principio. Desde el momento en que decidió a adoptar. “Desde mis abuelos, mis papás, mis hermanos y compañeros. Mis hermanos no sabés lo que fueron y lo que son. En estas situaciones sin esa red de contención debe ser muy difícil, asegura y agrega “a pesar de ser madre soltera. No te sentís sola. Nunca estás sola”.
La mamá de Francisco quiso festejar su primer cumpleaños tomando todos los recaudos por su salud delicada. Se aseguró de que nadie estuviese enfermo, ni con dolor de garganta. “No vengan si no están bien”, pidió mientras organizaba el cumpleaños con incertidumbre. No sabía si Francisco llegaría al festejo, de acuerdo a los diagnósticos “Y llegó el primer cumpleaños divino, el segundo, el tercero. Y estaba cada vez mejor”, cuenta Silvina.
Después de unos estudios genéticos, a los siete años tuvo un diagnóstico. Francisco no tenía ningún síndrome o trastorno u otra cosa puntual, sino muchas “cositas”, en palabras de su mamá. Quedó con un desfasaje cognitivo leve. Hoy su médico de cabecera es un neurólogo. Además de una escuela especial, lo lleva a terapia psicológica y de psicopedagogía. Desde ese día en la terapia intensiva su hijo se convirtió en el “eje de su vida, su todo, su motor, su motivo, su incentivo. Es todo. Es todo”, subraya.
El niño pasó por varias escuelas, del Estado y parroquiales. Las experiencias fueron diferentes, de muy buenas a muy malas. Estaba en una escuela primaria común donde el trato había dejado de ser el mismo por el cambio del personal. Una compañera de trabajo que tenía un hijo con discapacidad severa le recomendó que lo sacara de ahí, que no tenía por qué sufrir y que fuera a la escuela que había ido su hijo. “Y a esa escuela va y realmente es un cambio de vida, es una felicidad”, dice satisfecha Silvina, que reparte sus horas entre la crianza de Francisco y su lugar de trabajo.
—¿Cómo es Francisco hoy?
— Divino, Divino. Es hermoso. Es un amor, Es un sol. Es lo más lindo. Él es muy alegre, muy gritón. Tiene una voz fuerte. Llama la atención siempre. Lo quiere todo el mundo. Es muy sociable, muy simpático y tiene mucha energía. Se enoja fuerte también. Y eso fue desde siempre, desde que lo conocí, que se arrancaba las sondas del enojo que tenía. Sigue siendo así, intenso. Le gusta mucho andar en bici e ir al parque. Le gusta salir mucho, ponerse el casco, porque quiere ser policía. El policía de la cuadra de mi casa le regaló una insignia y se la cuelga y anda con eso. Y se divierte mucho. Quiere ser policía y anda vigilando. Le gusta salir mucho. Y también comprarse cosas como a todos los chicos.
Silvina le dice a las personas que nunca pensaron en esta posibilidad y “se les abre un poquito el corazón. Vayan por ahí. Es hermoso. Hay muchas cosas por aprender. Ellos tienen muchas necesidades, pero es tanto el amor, es tan hermoso”, alienta. El 13 de octubre último Francisco cumplió 17 años. Este año empieza segundo año del secundario. Y su mamá estará ahí para acompañarlo el primer día de clases. Firme, al lado de él.